La línea amarilla. El retorno.
- Bien sabe usted que eso que pide no es posible – dijo el sargento calvo con la voz en una caverna y los ojos en el informe de petición.
- Lo sé pero es que lo mío es especial.Los ojos del sargento se desplazaron lentamente hacia mí y un ligero arqueamiento de ceja me dejó bien claro que ya había oído eso en alguna parte.
- Mire, sé que puede sonar raro y que la mayoría de los que vienen aquí mienten pero yo soy distinto.
- Usted es distinto – dijo el oficial con ironía , ¿y por qué es usted distinto, si puede saberse?
- Bueno, digamos que yo no asumí las normas, no las respeté, no las apruebé ni denuncié al que las infringe.
- Bien ¿y entonces que hace aquí?
- Soy distinto, ya le he dicho, y necesito que se haga una excepción.
Tras una breve pausa en la que comprobó con su lengua algún recoveco del interior de sus carrillos, el oficial subió los codos a la mesa y comprobé el balanceo de su papada.
- La raya amarilla no se puede cruzar de vuelta.
- Lo sé, lo sé pero mi caso es diferente. Mire, lo necesito, resulta que...
- La raya amarilla no se puede cruzar de vuelta.
- Ya, ya le oí a la primera lo que pasa es que...
- ¡La raya amarilla no se puede cruzar de vuelta!
Me callé de golpe, un poco asombrado, la verdad. No había necesidad de tratar así a un ciudadano de mal.
- Si no tiene nada más que decir...
- Mire, nunca intenté cruzar la raya amarilla de vuelta, lo puede comprobar supongo, le digo que entiendo por qué está y que estoy a favor de su funcionamiento pero esto es un caso diferente.
- ¿Está usted sordo?
- No, señor.
- ¿Está seguro?
- Sí, señor.
- Pues entonces escuche y entienda que lo que pide no es algo negociable y que no lo conseguirá esta tarde.
- Pues entienda usted que lo que pido supera todo lo establecido, sus normas, la raya amarilla y mi sordera.
- ¿Se puede saber que es lo que pasa con usted, señor?
- Estoy enamorado.
- ¿Perdón?
- ¿Quién es el sordo ahora?. Enamorado. Que estoy enamorado.
- ¿Me toma el pelo?
- Nop.
Tras una larga mirada del sargento directamente a mis ojos en la que yo me dediqué a observar el techo del cuartucho, el oficial descolgó el teléfono y tras marcar varios botones decidió volver a colgar sin decir nada.
- Ejem , pero vamos a ver...dice que está usted enamorado...- Sí, señor.
- ¿Y que tiene eso que ver con la raya amarilla?
- Está aquí.
- ¿Quién está aquí?
- Quién va ser. Ella. Está aquí. En este lado.
El rostro del oficial se tornó tormentoso y ofendido. Se irguió sobre la mesa con las palmas sobre ella, se estiró la parte frontal de la camisa sin dejar de mirarme y acudiendo esta vez a lo más profundo de su angosta voz se dirigió a mí con tono amenazante y abriendo los ojos cada vez más. La papada era ahora un columpio.
- Señor, si está usted sugiriendo lo que creo que está sugiriendo le ruego abandone esta oficina y yo, generosamente, haré como si no hubiera escuchado nada en los minutos en los que ha permanecido aquí.- No, mire, ya basta de hacernos los sordos usted y yo. Le digo que quiero cruzar la raya amarilla porque estoy enamorado y quiero escapar.
- ¡¡¡¡La raya amarilla no se puede cruzar!!!!!!!!!¡¡¡¡De vuelta!!!
- Ya le digo que los argumentos son poderosos. Quiero cruzar hoy.
El humo casi salía por las orejas del sargento y una gota de sudor resbalaba por una de sus orejas hasta quedar a modo de pendiente y balanceándose. Como hipnotizado por la cabriola, no fui capaz de seguir mis argumentaciones hasta que no vi la gota caer, primero al vacío y luego a la mesa separándose silenciosamente en muchísimas microgotas.- Hoy le digo.
- Cabo, llévese al caballero de mi vista y asegúrese que abandona el recinto.
Un jovencísimo y enclenque chico uniformado, de cuya presencia no me había percatado, me cogió por los hombros ante mi resistencia y poniendo todo su empeño me fue arrastrando hasta la puerta.
- No!, no puede hacerme esto!! Lloramos y todo!!!!
Con un portazo mis gritos se fueron apagando y volví a la cruda y absurda realidad que no pude soportar.
Nadie comprendió lo sucedido. Nadie lo esperaba. Nadie quiso siquiera enterarse. Nadie pudo sospechar. Nadie salía de su asombro. Nadie se sintió culpable. Nadie pudo hacer nada.
Nadie, salvo aquél sargento de guardia o el flaco cabo becario, conoció el verdadero motivo de mi eterna presencia junto a la aduana, llenando la imagen ojos caídos, de barba larga y pelo bajo las orejas.
Ni siquiera ella.
La raya amarilla digo.
5 comentarios
quint -
nosfe -
Un beso
restituta -
Hala!!!mándenme todos a tomar por saco si se les canta,que a mi,no se me va a mover ni media pestaña...hooombre ya!!!
Besitos,eso sí.
quint -
gracias, rolie
rolie polie -
Un beso amiguete